Pocos creyeron en su momento que
lo conseguiría, pero la verdad es que con el paso del tiempo su descubrimiento
cambió el mundo.
La verdad es que la idea no tenía
nada de original.
En realidad su logro,
insignificante en sí mismo, fue el de plantear que los recuerdos, la información
de la que disponemos acerca de nosotros mismo o de los demás, es simple
energía...
Lo hizo pensando en el cuidado:
un hecho trivial, tan cotidiano, que pasaba desapercibido.
Siglos atrás sus métodos teóricos
habrían sido revolucionarios, pero en el momento de construir su teoría… se
limitó a copiar lo que otros aplicaban en cosas mucho más importantes en
apariencia: la luz de las estrellas, la velocidad de los cometas, el chocar y
entrechocar de los electrones…
Quizá por ello, cuando anticipó
el camino de descubrimiento que quería emprender, muchos dudaron de su
preparación y le tildaron de: “pretencioso”.
Guardó aquella palabra como un
regalo. Sabía que en ella residía la fuerza que le haría no abandonar. Pensó
mucho en aquella palabra; Pretencioso “Presuntuoso,
que pretende ser más de lo que es”.
Curiosamente él sabía lo que era:
un cuidador de gentes, algo desde luego nada pretencioso.
Alguien que había visto morir,
llorar, ganar, perder, abandonarse, intoxicarse, amamantar, lavar, peinar,
ocultar y mostrar, dormir, comer y vomitar, mear y cagar, arrodillarse y matar,
humillarse, humillar, dejarse caer, respirar y estornudar, tragar los mocos y
escupir al cielo…
Ni él ni el cuidado eran
pretenciosos, si uno se cuida pretenciosamente al final muere: ese era un hecho
que había aprendido con el tiempo.
Aún recordaba las excusas que
pusieron aquellos a quienes pidió que les acompañara en su viaje: “excusas”,
una palabra curiosa para definir la mentira de no saber decir que “no”.
El problema de ese “no” es su
justificación, ahí es donde la excusa se hace necesaria, pues la verdad suele
ser molesta o incomoda de aceptar.
Pero ya había recibido estocadas
y estocadas de excusas en su vida, normalmente por gente que con el tiempo se
habían sentado en su piedra al lado del camino y le habían visto continuar
caminando.
Hoy, si miraba atrás, ya ni
siquiera los distinguía en la distancia: como dijera cierto juglar eran los “muertos
de su felicidad”, la felicidad de no haberse sentado y continuar caminando.
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